Mi madre siempre ha sido mi compás ético y moral. Una de las lecciones más recientes que me enseñó, me marcó como nada. Después de una ruptura, en donde fue evidente que yo había cumplido con lo pactado y la otra persona irrespetó mi derecho a decidir mediante el engaño, el aprovechamiento y la mentira, yo le pregunté a mi madre que cómo podía creer en un futuro mejor, incluso desde el activismo social, si había elegido a alguien que en principio me garantizada el poder confiar en esta persona porque tenía todas las herramientas para entender la importancia de la libertad y el consentimiento, y a pesar de eso me había traicionado de todas las maneras posibles.

Mi madre probablemente en los 60s.

Ella me contestó con una pregunta: «¿Hiciste todo lo que vos creíste correcto?» Yo estallé en llanto. Me parecía injusta la pregunta. Le respondí que claro que sí, que yo había confiado y que creía que ninguna relación tenía sentido si la palabra de la otra persona no tiene valor, si una no puede confiar en la otra persona, qué cual era el futuro que me esperaba en un mundo así y que no podía ni quería existir en un universo tan perverso.

Pocas veces me he permitido llorar en los últimos años y menos enfrente de mi madre pero ese momento era el fin de la voluntad de vivir. Todo era oscuro y amargo. Ella me dijo algo que he tomado como mantra desde entonces:

“Lo importante es hacer lo que una crea correcto. Si la otra persona comete un error, miente, traiciona o vulnera, nunca es nuestra responsabilidad y una nunca no puede ante eso claudicar en nuestros ideales”.

Mi madre en la Feria de San Pedro. Foto propia. 2019.

Sentí el aire frío en el pecho. Me pareció que mi cuerpo se relajó y pude respirar de nuevo. Fue una chispa de esperanza. Pude visualizar de nuevo aunque fuera a lo lejos un mundo más justo, más igualitario y sobre todo más amoroso. No les voy a mentir. No dejé de sentir el dolor punzante en el corazón pero si sentí alivio cuando entendí que no era responsable por la conducta de nadie más y que el valor de la vida es apegarse a lo que creemos más sagrado. Esto es lo que me ha enseñado mi madre, junto con el valor de la empatía y la solidaridad, el respeto al derecho a decidir así como que tengo que ser más ecuánime. Esa última es la que más me ha costado y no sé si voy a lograrlo algún día. Aún así lo sigo intentando.

No digo que es perfecta porque también me ha enseñado cosas no han buenas como consumir dulces, no pensar en el autocuido cuando una está maternando o que el valor de una está en el sacrificio hacia las otras personas pero yo soy muy afortunada porque soy producto de un embarazo no planeado pero sí muy deseada. La maternidad de mi madre fue desobediente de muchas maneras porque en medio de su convencionalidad y sus luchas propias, nos enseñó lo que el mundo trató de quitarnos: a ser rebeldes y entender que el respeto se gana, no se ostenta.

Fui amada y fui educada sabiendo de mi valor como persona. Aprendí de ella a no tenerle miedo a seguir adelante ante la adversidad aún si le tengo miedo a ésta última. Me enseñó la resiliencia con el ejemplo. Yo no le agradezco a mi madre por “haberme dado la vida”. A mi madre la amo y la respeto no por haberme parido sino porque se ha ganado mi amor y mi respeto justamente por el amor y el respeto que me ha dado y me ha enseñado, y eso, exacta y precisamente eso es lo que le deseo a todas las mujeres y personas gestantes que se asumen como madres el día de hoy.

Ayer, hoy y siempre lucharemos porque la maternidad sea sin excepciones, libre y deseada. No claudicaremos.

Gracias Mamá por haberme enseñado a luchar.

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